viernes, 9 de julio de 2010

Sanfermines 2010

La paradoja de Gallardo: un “jandilla” con 700 kilos que además embiste

Quinta de abono.
9 de julio de 2010
Desde luego a lo visto hoy no se le puede aplicar la figura del pleonasmo, esa figura retórica, que es tan de la tierra donde se crían estos toros, que sirve para dar fuerza a un modo de decir. Y lo de hoy no era precisamente retórica. Más bien habría que pensar en una contradicción en sus propios términos. O una paradoja. Pero lo cierto es que, como si fuera el mago Merlín, Ricardo Gallardo ayer lo hizo realidad: un “jandilla” con casi 700 kilos y dos señores pitones que además embestía con el sello “jandilla”, esto es: bravo, pero sin agobiar al torero; con un bonito galope, pero sin pasarse… Salvo en las fuerza que derrochó ante el caballo, todo lo demás lo tuvo con moderación, que es como le gusta a los toreros. Lo que pasa es que con esa estampa y esa cara, ponerse delante tiene más mérito. Luego en el resto del encierro, todo él grande y armado, entre los de Fuente Ymbro hubo de todo: desde el claudicante segundo al complicado primero o al tontorrón tercero.
Pero también es cierto que Gallardo tuvo suerte en el sorteo: le correspondió el tal “Tramposo” y sus 675 kilos al Antonio Ferreras –hoy de azul eléctrico y oro-- más centrado y más torero que recuerdo en bastante tiempo. Lo lidió impecablemente y hubo pasajes, sobre todo en su faena de muleta,  en los que transmitió hasta el tendido –mejor dicho: hasta los espectadores que no estaban merendando--  el verdadero sentimiento del toreo. Un buen toro bien aprovechado por el extremeño, que tras la estocada recibió el premio de una oreja, la primera de la feria. Como para compensar, en primer lugar sorteó  el toro menos potable de todos los “fuenteymbros” que se lidiaron esta tarde.  En ambos se lució en banderillas.
Sólo la Meca de Pamplona se había acordado hasta ahora de hacer justicia  a ese torero que nos sorprendió en Sevilla y que se anuncia Oliva Soto –de fucsia y oro con los cabos negros--. El torero, menos olivasoto de lo que debía y más pendiente de lo necesario de los efectismos del sol,  no terminó de romper. Lo siento por él y por la Meca. Pero las cosas como son: hizo un esfuerzo grande, tan grande al menos como sus toros.  Y hubo pasajes verdaderamente sentidos, pero sin continuidad. Para más inri, ni los consejos que recibía desde el callejón eran los más adecuados, ni la cuadrilla estaba por la labor sino que montó un sainete, dicho todo lo cual con carácter puramente descriptivo, no en plan paliativo. Pero como la fe es creer en lo que no se ve, pese a lo que hoy no vimos, sigo creyendo que a este torero habría darle un poquito de cuartel.
Animoso y entregado se mostró Rubén Pinar --también de azul eléctrico y oro-- durante toda la tarde. En sus dos toros dejó de manifiesto sus progresos en el oficio y su empeño en estar en la cara del toro. Y hay que reconocerle que hubo momentos en los que llevó a los toros con temple. Lo que pasa es que en ningún momento el aficionado siente en el tendido ese respingo del arte grande, sino el respeto por el trabajo bien hecho. Pero en el toreo tiene que haber de todo, siempre que sea auténtico;  nada más aburrido que una Fiesta sólo formada por “morantes” o “chicuelos”. Por eso Pinar tiene su sitio, como le reconoció el público pamplonés que le premio con una oreja del sexto y a gusto le habría concedido otra en el tercero si no fuera por el mitin con la espada.

© Antonio Petit Caro

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